Desde el primer contacto, The Siege and the Sandfox evoca inevitablemente al clásico Prince of Persia de Jordan Mechner, aquel hito de 1989 que definió toda una estética y filosofía del movimiento en los videojuegos. No se trata simplemente de un homenaje visual, sino de una verdadera herencia espiritual, donde la precisión del salto y la vulnerabilidad del protagonista importan tanto como el ritmo y la tensión del avance. Anunciado hace casi una década, el título se presentó con una etiqueta ambiciosa: “stealthvania”, una fusión entre el sigilo tradicional y la estructura laberíntica de los metroidvania. Y lo cierto es que, una vez en control, se confirma que la furtividad no es una opción, sino el eje central de la experiencia. En la piel de la Volpe —acusada injustamente del asesinato del Rey— deberemos movernos en las sombras, evitando cualquier contacto directo con las patrullas enemigas.

El diseño invita a actuar con cautela: los enemigos reaccionan al ruido, y cada paso en falso puede marcar el fin de la partida. Aunque pronto se obtiene la capacidad de aturdir guardias con un golpe certero en la cabeza, esto solo funciona si no llevan casco. Intentarlo con los enemigos blindados no solo es inútil, sino que lleva al fracaso inmediato. Más adelante se desbloquean formas más efectivas de lidiar con estas amenazas, pero el enfoque siempre favorece evitar el combate. El juego plantea además una mecánica de sonido muy cuidada. Caminar emite ruido, correr lo amplifica, y cada movimiento debe evaluarse según la proximidad de los enemigos. Incluso acciones aparentemente discretas, como apagar una antorcha para oscurecer el entorno, pueden alertar a los guardias cercanos, activando sus rutinas de búsqueda. También hay enemigos sobrenaturales —como los demonios de arena— que no pueden ser vencidos directamente y solo desaparecen si se destruye el recipiente mágico que los invoca, añadiendo un componente de exploración y estrategia al avance.

En este equilibrio entre sigilo y plataformas, The Siege and the Sandfox encuentra su identidad. Aun cuando no hay enemigos en pantalla, el juego mantiene al jugador en movimiento constante a través de puzles de entorno que requieren precisión y reflejos. La Volpe puede escalar muros con la habilidad adecuada, realizar saltos encadenados entre paredes y aprovechar sombras tanto para ocultarse como para orientarse. De hecho, en muchas secciones, la iluminación condiciona la visibilidad del escenario, obligando a confiar en la memoria o en el radar de ruido para no ser sorprendido por una ronda enemiga. A pesar de un diseño general sólido, la experiencia presenta algunos problemas técnicos y de pulido. Fallos como bugs de colisión —que permiten atravesar muros al quedar colgado en ciertos bordes— y una inteligencia artificial inconsistente restan tensión a momentos clave. En ocasiones, conviene provocar que un enemigo nos vea para hacer que abandone su posición original, confiando en la agilidad de la Volpe para esquivar la persecución y reorganizar el terreno a nuestro favor. La distribución de puntos de control también puede resultar frustrante en ciertas áreas, donde un error obliga a repetir largas secciones.
Sin embargo, el juego recompensa la persistencia. Con el tiempo, se aprende su lenguaje visual y de diseño: jarrones, carros o cajas ya no parecen simples decorados, sino potenciales escondites o pistas. Su pixel art comienza a destacar más allá de la estética retro, y aunque la interfaz no brilla por innovaciones de accesibilidad, el mapa in-game es claro y funcional, ayudando a mantener el rumbo en una estructura densa pero bien pensada.