Hace algunos años, Mario Draghi, entonces presidente del Banco Central Europeo, soltó una frase tan breve como contundente: “Whatever it takes”. Esa determinación parece haber inspirado, al menos en espíritu, a los desarrolladores de Studio Far Out Games a la hora de nombrar su nueva aventura con tintes de simulador de entregas. Deliver At All Costs, distribuido por KONAMI, no es precisamente una declaración económica, pero sí transmite con claridad su filosofía: cumplir con el trabajo, cueste lo que cueste. El juego nos transporta a la pintoresca isla de St. Monique, un paraíso tropical detenido en el tiempo. Corre la década de 1950, el ritmo de vida es pausado, el calor veraniego es amable, y el cielo solo es cruzado por aves de colores vivos. A simple vista, un lugar ideal para vivir… aunque para Wilson Green, nuestro protagonista, la situación no es tan idílica.

En medio de una vida sin rumbo, Wilson encuentra una oportunidad laboral en la empresa local de entregas, We Deliver. No causa la mejor impresión en su entrevista con Donovan, el hijo del dueño, pero aun así consigue el empleo. Aunque la compañía tiene métodos algo cuestionables —como maquillar sandías podridas para venderlas como frescas—, el trabajo no solo paga las cuentas: también resulta, por momentos, divertido. Sin embargo, no todo es tan pacífico como parece. Una reciente actividad sísmica ha despertado preocupación entre los habitantes, y pronto descubrimos que, cerca del volcán activo de la isla, una operación minera sin escrúpulos está extrayendo metales raros, poniendo en riesgo tanto la estabilidad geológica como la tranquilidad de St. Monique.

Deliver At All Costs es un juego que, al igual que las empinadas calles de la isla, sube y baja constantemente en su calidad. Es evidente que el presupuesto no era elevado, lo que impide hacerle críticas demasiado severas. Aun así, hay secciones que claramente recibieron más atención y recursos que otras. Uno de los aspectos más cuidados son las misiones. A diferencia de otros juegos que esconden su mecánica de repartidor bajo capas de narrativa, aquí se abraza con orgullo el concepto de “simulador de entregas express”. Y gracias a las alocadas ideas de los jefes de We Deliver, cada encargo se transforma en una aventura excéntrica y única.

Desde la primera misión —donde debemos transportar sandías demasiado maduras que rebotan y se caen con cada giro del volante—, queda claro que este no será un trabajo convencional. A lo largo del juego llevaremos desde enormes peces espada atados a nuestro vehículo hasta bolas de demolición arrastradas por cadenas, todo mientras esquivamos objetos que caen del cielo o incluso escombros volcánicos. El entorno también merece una mención destacada. St. Monique brilla con sus vibrantes colores caribeños y una arquitectura que resulta divertida de recorrer. Manejar por la isla es una experiencia dinámica y, en ocasiones, caótica: casi todo se puede destruir, desde postes de luz hasta casas enteras. Eso sí, la falta de consecuencias resta algo de profundidad: atropellar transeúntes no genera repercusiones, más allá de verlos reaccionar con enojo. La policía solo interviene si derribamos varios edificios seguidos, lo cual no ocurre con frecuencia.
El sistema de conducción es directo y eficaz, aunque no técnico. Está pensado para ofrecer acción inmediata, con una física exagerada que da lugar a colisiones espectaculares y situaciones impredecibles. El problema es que, en ocasiones, la cámara impuesta por el juego obstaculiza la visión, cubriendo la ruta con edificios u otros elementos. Cuando descendemos del vehículo, sin embargo, el juego pierde parte de su encanto. Las animaciones al caminar se sienten toscas, y la experiencia general fuera del volante es algo torpe. Los constantes tiempos de carga y limitaciones como no poder adelantar una línea de diálogo (solo se puede saltar toda la escena) entorpecen la fluidez.