Debo confesarlo de entrada: no soy un gran fan de los roguelike. La idea de repetir una y otra vez largas sesiones de juego, con recompensas mínimas o nulas, suele agotarme más que motivarme. Sin embargo, con Towa and the Guardians of the Sacred Tree decidí darle una oportunidad, y aunque me costó engancharme, encontré aspectos interesantes que sin duda los amantes del género sabrán apreciar más que yo. El bucle jugable sigue una estructura clara: recibimos la misión de cazar a un monstruo específico, atravesamos una serie de niveles divididos en habitaciones y regresamos al pueblo para descansar, mejorar estadísticas y prepararnos para el siguiente desafío.

Al inicio todo parece bastante lineal, pero pronto queda claro que avanzar sin una estrategia es casi imposible. La clave está en la habilidad especial de Towa: la capacidad de retroceder en el tiempo, conservando mejoras y recursos obtenidos. Esto permite reiniciar la aventura, pero con un personaje cada vez más fuerte, hasta que logramos superar al siguiente jefe. Los enfrentamientos contra jefes no solo marcan la progresión narrativa, también desbloquean nuevas zonas y opciones dentro del pueblo. Lo que comienza como un simple espacio con un herrero y algunos NPC, pronto se convierte en un centro lleno de tiendas, dojos y edificios donde podemos invertir en mejoras. El problema es que la oferta de actividades puede volverse excesiva: entre comprar materiales, redistribuir orbes de estadísticas o forjar armas, es fácil pasar media hora organizando menús y configuraciones en lugar de pelear. Para algunos será una delicia; para otros, un freno al ritmo del juego.

En cuanto a minijuegos, encontramos pesca (demasiado básica) y un sistema de herrería sorprendentemente realista, pero mal explicado y torpe en su ejecución. La interfaz en general podría estar mucho mejor diseñada, ya que por momentos entorpece más que ayuda. La acción principal se divide entre dos personajes: un combatiente físico y un mago de apoyo. El primero entra de lleno en el estilo hack and slash, con espadazos, ataques a distancia y habilidades especiales que dependen del tipo de arma equipada. Cada personaje porta dos espadas —una principal y una secundaria—, lo que abre espacio para planear combinaciones estratégicas según su durabilidad y poder de ataque. El mago, por su parte, aporta conjuros de distintos elementos, aunque su papel es peculiar: al final de cada misión debe sacrificarse para contener la corrupción del mundo, quedando inutilizable hasta que retrocedamos el tiempo.

Este sistema de apoyo puede controlarse de varias maneras: dejar que la IA maneje al mago, alternar manualmente con el stick derecho, invitar a un amigo en modo local u optar por el cooperativo en línea. Sin duda, la experiencia más sólida surge en multijugador, ya que la inteligencia artificial no siempre responde bien y controlarlo todo en solitario puede resultar abrumador. En lo estético, el juego es un espectáculo: escenarios coloridos, personajes carismáticos y animaciones fluidas. Además, el combate se siente justo: los ataques enemigos siempre están telegráfiados, y con paciencia es posible superar niveles sin recibir un rasguño. Incluso incluye un modo de dificultad reducido que suaviza el castigo tras cada derrota, pensado para quienes solo quieren disfrutar la historia.
El gran inconveniente, al menos para mí, es que el ciclo de juego termina siendo repetitivo. Los escenarios, aunque vistosos, parecen vacíos; los enemigos, por muy grandes que sean, rara vez transmiten impacto al recibir golpes; y la forja, pese a su potencial, se vuelve tediosa. Sumar a eso la obligación de repetir diálogos y secuencias tras cada reinicio, y la experiencia pierde frescura rápidamente.