Los creadores de Psychonauts regresan con una propuesta igual de peculiar y artística: Keeper. Desde los primeros avances quedaba claro que la rareza y la creatividad serían el núcleo de esta aventura, y una vez que comienzas, no hay duda de que eso es exactamente lo que recibes. Lo que sí sorprende es darse cuenta de que un estilo visual fascinante no siempre es garantía de una gran experiencia de juego.

La historia inicia con un despertar. Una enorme y solitaria torre con forma de faro abre los ojos después de un sueño demasiado largo, y pronto descubre que tal vez ya no quede nadie más de su especie. En ese aislamiento forzado surge el único vínculo posible: un encuentro accidental con Twig, una especie de dodo volador que intenta huir de una tormenta oscura y termina pidiendo refugio en la vieja estructura. Ese pequeño acto de necesidad hace renacer la luz del faro, una luz que repele unos misteriosos bulbos púrpuras y devuelve un rayo de esperanza al extraño mundo que los rodea. El viaje los lleva a través de diversos biomas que componen la isla, un lugar sin humanos ni animales reconocibles, aunque muchas criaturas aparentan ser versiones mutadas de la fauna que conocemos.

Ahí conviven aves hechas de raíces y ojos brillantes, cangrejos deformes y robots monociclo deteriorados por el tiempo. Todo parece haber sido tocado por una infección que se expande a través de hongos y estructuras subterráneas. Aun sin palabras, la narrativa se transmite mediante la exploración y la contemplación de ese ecosistema tan perturbador como cautivador. A veces cuesta creer que no se trata de una alucinación sacada directamente del surrealismo, donde cada rincón despierta curiosidad y desconcierto a partes iguales. Sin embargo, a pesar de esta fuerza estética, la historia termina perdiendo cohesión. El objetivo de la travesía siempre está claro, pero muchos acontecimientos se vuelven predecibles, y aunque el faro evoluciona con sorprendentes transformaciones, la bizarrería termina por saturar en vez de emocionar.

Twig y el faro comparten un vínculo evidente, casi entrañable, pero cuesta que esa conexión llegue hasta el jugador. Todo se siente un poco distante, como si observáramos una obra bonita detrás de una vitrina sin poder involucrarnos realmente. Además, Keeper es una experiencia breve. Su duración no le permite desarrollar del todo el potencial emocional que insinúa, y con los constantes saltos temporales, la trama a veces se detiene en seco. La música, en teoría un puente esencial entre jugador y relato, resulta irregular y en ocasiones parece ir en contra del tono de cada escena, rompiendo el ambiente en los momentos donde más debería sostenerlo. Por suerte, no todo se queda en caminar. El faro utiliza su luz como herramienta principal para limpiar los caminos obstruidos por raíces y espinas corruptas.
A veces basta con iluminar, pero en otras se requiere activar mecanismos, reparar robots o colaborar con Twig para mover piezas o engranes. Las soluciones son simples a propósito, ofreciendo pausas ligeras entre cada tramo de exploración. Aunque al inicio los controles pueden sentirse algo toscos, con el tiempo resultan funcionales. Lo que sí pesa es la cámara fija. La perspectiva cambia constantemente sin que puedas hacer nada, y aunque eso favorece la intención artística, complica la navegación y la búsqueda de secretos en un mundo que pide a gritos ser observado con libertad.